En una cultura como la nuestra, "fracasar" es sinónimo de derrota, de ser un perdedor, de no tener capacidad de concretar una meta.
El tiempo, la vida, y los libros me han enseñado a mi que aquel que ha fracasado en algo es porque intentó algo. E intentar algo, sin el menor asomo de duda, lleva un triunfo implícito consigo.
Mi hijo menor, Dany, me envió una vez una frase encantadora que dice: "Cuando los bebés intentan aprender a caminar, caen muchas veces, pero ellos jamás piensan: Creo que caminar no es para mi".
Y... ¿no estamos caminando ahora?
En las biografías de muchas personas notables vemos que el ascenso a su nivel de logro generalmente estuvo salpicado de fracasos, intentos fallidos, infancias dolorosas, descalabros, o alguna de las otras muchas variaciones de la adversidad. ¡Qué gran maestra resulta ser ésta última! Implacable, dura, firme como un domador de leones, la adversidad es una bendición disfrazada de película de terror, que siempre llega a mostrar su amable rostro una vez que todo lo más estrujante ha pasado, dejándonos con la certeza de que la siguiente vez estaremos mejor preparados, y seremos más sabios.
¡Bienvenidos los "fracasos", mientras sean resultado de estar embarcados y trabajando en la nave que nos llevará a realizar nuestros más grandes sueños y metas!
¡Bienvenida la experiencia, sabiduría y fortaleza que siempre traen consigo!

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